Hay algo de virtuoso contrasentido en la vida de la jueza de la Corte Suprema de Estados Unidos Ruth Bader Ginsburg convertida de repente en ídolo de consumo en red, en mercancía pop, en luz y guía de millennials. Probablemente, la alegría cómplice con la que ella misma acepta, a sus 85 años, verse convertida en superheroína tenga mucho de la feliz paradoja que siempre rodea a la figura propia del héroe. Al fin y al cabo, como se empeñó en demostrar Borges en Tema del traidor y el héroe, quizá detrás de cada gran libertador se esconda la historia del mayor y más cruel de los suicidios; tal vez el propio héroe no sea más que una herramienta, un sacrificio banal, al servicio de una causa por fuerza superior. No en balde, el héroe vive obligado a servir de ejemplo de la forma menos pudorosa posible, más escandalosa y, por ello, menos heroica. Los auténticos héroes, de hecho, lo son sin querer, lo son en la soledad de una decisión tomada al límite en un instante de virtud. De alguna manera, el destino del héroe es el de un hombre o una mujer que para ser imprescindible, necesario y único, para ser héroe, tiene que desaparecer; tiene, por fuerza, que no haber sido nunca un héroe. Y así.
Algo de todo esto sobrevuela la carrera, la vida y la imagen de Ruth Bader Ginsburg. Ella es la más veterana de la tres mujeres que actualmente ocupan una plaza en el Tribunal Supremo de Estados Unidos y ella, desde el privilegio de la cordura, de la radicalidad bien entendida y de la moderación firme («La ira es una perdida de tiempo», le gusta repetir), se ha empeñado en convertir a la ley en un instrumento de cambio social. Y no sólo eso. Con el paso del tiempo, ella ha devenido Notorius RBG, es decir, la marca para una forma de estar en el mundo. En efecto, y como demostraron con algo de amargura los sociólogos Joseph Heath y Andrew Potter,nada, ni la rebeldía, está libre de convertirse en mercancía ni nadie, ni los hombres honestos, se escapan al poder omnímodo del márketing. Todo esto nos lo cuenta por duplicado el biopic escrito por su propio sobrino y protagonizado por Felicity Jones Una cuestión de género y el mucho más interesante documental RBG firmado a cuatro entusiastas manos por Betsy West y Julie Cohen.
La ironía, y hasta el contrasentido que mencionábamos al principio, es que la señora Ginsburg da muestras en todo lo que dura la ficción embellecida y de forma aún más palpable en el documental hagiográfico de ser una persona completamente alérgica, o cuanto menos ajena, al culto y los tatuajes que provoca a su paso. Y de forma aún más extraña llama la atención el paralelismo con la música rap en general y con Notorius BIG en particular (asesinado en un tiroteo) de una mujer que se las ha arreglado para modificar la historia legal de la primera potencia mundial sin incendiar ni siquiera un fósforo, convirtiendo el respeto a las normas y las instituciones su forma de estar en el mundo; hablando y andando al paso tranquilo de los buenos toreros y, ya que estamos, de las tortugas. También buenas. Otra paradoja para los archivos: su amistad fuera de dudas con el magistrado pilar del conservadurismo, Antonin Scalia.
El documental arranca con la exhibición de una bonita colección de los insultos que a lo largo de sus 25 años como jueza en la Corte Suprema ha recibido del ala más recalcitrantemente ruda, por machista, por varonil, porque sí.«Antiamericana», «zombi» o «demonio» son los adjetivos que se suceden impresos sobre la pantalla justo antes de emerger ella como lo que ha acabado siendo. Vestida con una sudadera color morado, alza los brazos y se lee: «Super diva».Digamos que en ese sencillo gesto reside su secreto: resistir completamente al margen a las babas de sus enemigos; trabajar con el ánimo claro de la que se sabe en el sitio correcto. Y no es tanto heroísmo como consciencia del deber.
Uno de los casos que mejor definen a la heroína que se entregó a hacer extensible la 14ª enmienda de la Constitución a los casos de discriminación de la mujer (de eso se trata) incumbe, curiosamente, a un hombre. A él se le denegó la opción de deducirse los gastos por cuidado de los hijos por ser precisamente eso, un hombre. RBG vio claro que un caso así era una auténtico caballo de Troya para asediar al machismo no tan oculto de cualquiera de las legislaciones en marcha. Una sentencia a favor sentaría una jurisprudencia que serviría para sostener los muchísimos más casos de discriminación que sufren las mujeres en cualquier ámbito. Y es cerca de la relevancia de este hecho donde hace acto de presencia el otro héroe a su pesar, como todos los héroes ciertos, de esta historia: Martin Ginsburg.
El marido de la superjueza entendió en los años 50 y siguientes, cuando nadie a su alrededor lo hacía, no tanto que la prioridad era la carrera de su mujer, que también, como que lo prioritario para los dos era que cada uno llegara allí donde tuviera que hacerlo. Pese a todo. Pese a la sociedad misma si era precisa. No era tanto sacrificio como complicidad, entendimiento, sentido común o sólo justicia. Feminismo quizá. Como reconoce el propio Bill Clinton, él jugó un papel algo más que activo en la campaña para que su mujer se hiciera con el puesto en el Supremo en 1993. Los dos estudiaron en la elitista Cornell, luego en la aún más exclusiva Harvard y los dos se sostuvieron uno a otro cuando el cáncer hizo acto de presencia. Siempre los dos, tan ajenos a su heroísmo como felices en él.
Sea como sea, a un lado películas, focos, el Oscar lamentablemente perdido y los role models estampados en tazas, lo relevante es la finura, ironía y certeza de una mujer tan indiferente a su estrellato como ufana de él. Heroína por pura contradicción. Como todos los héroes ciertos.
Fuente: elmundo.es