Dice Riccardo Baruzzi (Lugo, RA, 1976) que lo que él hace es transformar cortocircuitos en procesos pictóricos. Habla de pensamientos, de nebulosas internas. De ese sonido que existe por sí mismo sin música. Un dibujo, por ejemplo. O la letra dentro de una palabra. Por ese paisaje discurre el nuevo trabajo que presenta en la galería The Goma: una naturaleza temporal repleta de polifonía rudimentaria. El sonido le sirve para expandir su pintura y viceversa. Una obra basada en relaciones más que en rendimiento. Tal vez por ello, este artista italiano, uno de los nombres más destacados de la nueva pintura, sienta fascinación por los pescadores de su Rávena natal y cómo decoran sus frágiles cabañas de madera y caña para matar las horas de descanso o espera. Un tempo repleto de casi nada.
Es la misma sensación que tenemos en cuanto entramos en la exposición. Sus obras componen una suerte de narración autobiográfica poniendo al descubierto formas y visiones de su juventud. Colgada de la pared está Silvia, dos fotografías donde la pintura deambula por el pinar alrededor de la laguna dentro de su mochila. Para Baruzzi es el punto de partida de su investigación sobre nuevos y frágiles displays de pinturas y dibujos que tanto ha trabajo después. Dos fotos aparentemente simples de una chica de espaldas con un cuadro a cuestas que hablan de la obsolescencia de la pared y la distancia a veces tan hierática que hay entre el papel, el lienzo y el bastidor.
Una pintura expandida convertida en un objeto de proximidad. Y no es el único. También hay un tambor, flores secas y una red de pesca sujeta mediante cables y poleas a una estructura de apoyo que se alza y se baja con ayuda de cuerdas y manivelas. Se llama Bilancione y recuerda a una silla de diseño, aspecto que el artista incorpora en el título de la muestra, Del disegno e del deserto rosso, llevándolo hasta la primera película en color dirigida por Antonioni y esa ciudad de Rávena vista como un desierto en plano físico y en plano emocional. Varias de las esculturas de Baruzzi donde los juncos se activan con minivibradores golpeando el metal producen esos sonidos metafísicos de las plantas industriales de Rávena que tratara el cineasta. Las resonancias siguen cada vez que utiliza materiales humildes de chabolas y arrabales para desconstruir el lenguaje del recuerdo y proyectar una nueva poética sobre la idea de territorio amado. Una exposición inteligente y sofisticada, llena de signos y símbolos, de melodías engañosas y ritmos que tiemblan como cualquier idea de pertenencia.
Fuente: El Pais.com