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Los hijos de las redes sociales

Los genios de Silicon Valley mandan a sus hijos a escuelas sin pantallas. El príncipe Harry de Inglaterra (una “estrella” de Instagram) advierte que las redes sociales “son más adictivas que las drogas y el alcohol”. Obama (el primer político norteamericano que llegó a la Casa Blanca con envión digital) reconoce que Facebook y Twitter han estimulado un clima de caos con noticias falsas y discursos de odio. Ninguno (por si hiciera falta aclararlo) es un “inadaptado tecnológico”. Y nos dicen, de un modo u otro, que la fascinación por las redes empieza a virar hacia una creciente preocupación sobre el impacto que tienen en las nuevas generaciones.

Los hijos de las redes sociales ya muestran síntomas de una transformación cultural, con nuevas matrices de comportamiento. Sería apresurado juzgarlas como mejores o peores que las de la generación AR (anterior a las redes), pero está claro que implican una manera diferente de estar en el mundo y de relacionarse con la realidad. Algunos de esos sesgos justifican la preocupación.

Los nativos de Facebook y Twitter son individuos hiperconectados, probablemente más ágiles y flexibles; capaces de tener varias ventanas abiertas al mismo tiempo y con una visión más amplia y globalizada, acaso menos pueblerina. Pero se los nota impacientes. Están poco habituados a aquello que exige esfuerzos, tiempo y sacrificios. La tecnología los ha acostumbrado al “todo ya” y a una suerte de zapping permanente. Se han formado en la ilusión del acceso inmediato e ilimitado a todas las cosas. Son hijos de Wikipedia, que tiene respuesta instantánea para todo; de los algoritmos, que piensan por nosotros; de Facebook, que permite editar la propia vida, y de los buscadores, que nunca ponen obstáculos ni trabas para encontrar lo que queremos.

Son, en definitiva, una generación moldeada en la inmediatez, la velocidad y la facilidad (aunque esta sea ficticia) para acceder a cualquier cosa. Están atravesados por la cultura de los 250 caracteres, del “me gusta; no me gusta” (blanco o negro) y de los amigos virtuales. Son una generación que habla menos y se comunica más con emoticones y onomatopeyas; que halla mayor conexión en el contacto virtual que en el encuentro físico y que hasta mediatiza a través de las pantallas sus primeras experiencias sexuales. Su vida offline pierde protagonismo; pasan casi todo el tiempo online. Juegan con otros (conectados a la Play) desde la soledad de su cuarto. Todo eso define su sensibilidad, su manera de entender y de explicar el mundo; también su forma de intervenir en él y de operar sobre la realidad. No están formados en la cultura del “paso a paso”, sino de los saltos permanentes, del “toco y me voy”, de las relaciones exprés y las comunidades digitales.

Los hijos de las redes no necesariamente leen menos, pero leen de una manera más fragmentada, condicionados siempre por la cultura del zapping. Están más habituados a volcar sus opiniones en el mundo virtual que a sostener debates cara a cara; más “afilados” para fijar su postura que para convencer a otros; más rápidos para contestar que para escuchar. Es una generación más acostumbrada a encender el GPS que a mirar un mapa, y a guiarse por lo que dice un robot más que por su propio instinto. Son chicos que hablan con Siri o Alexa (los asistentes virtuales de Apple y Amazon, respectivamente) y les piden ayuda para hacer la tarea. Desarrollan, así, un nivel de dependencia del celular que alcanza niveles peligrosos.

La de las redes es, además, una generación a la que la tecnología le ha dado una sensación de superioridad sobre los adultos. Miran a sus padres y a sus maestros como “disminuidos digitales”. Creen más en los tutoriales de Google que en las enseñanzas de los mayores y confían en influencers y youtubers para adoptar hábitos y tomar decisiones. Esto ha invertido la relación de asimetría entre adultos y chicos. En un mundo dominado por aplicaciones y pantallas, son los chicos (no los padres) los que miran desde arriba. Es una generación que muestra dificultades para adaptarse a sistemas de normas y esquemas de autoridad que tengan alguna rigidez (la escuela, el trabajo, la rutina familiar).

La cultura digital alimenta una comunicación sin filtros, atravesada también por la velocidad y los espasmos. No se cuenta hasta diez antes de subir algo a Twitter. A nadie se le ocurre someter a la mirada y al juicio de otro el contenido de un tuit. Las redes proponen una comunicación sin reparos, sin control, sin autoevaluación. Es extraño que alguien relea antes de enviar. Ya vemos los resultados en una generación que ha llegado tarde a esta revolución. ¿Cómo será cuando el poder esté en manos de los nativos de las redes?

Donald Trump está dando cátedra sobre los riesgos de gobernar por Twitter. Hasta los más intrincados conflictos geopolíticos son abordados con frases cortas y efectistas disparadas de madrugada. “Twitter es maravilloso; es como tener un diario sin cargar con los costos y las pérdidas”, ha dicho el extravagante líder republicano. No mencionó que, además de costos y eventuales pérdidas, un diario es un sistema de edición y reflexión, en el que aquello que se escribe y se publica está sometido a criterios profesionales, a controles de calidad, a la corrección y la autocorrección, a la responsabilidad legal y a la vigencia de valores y normas éticas. Twitter no exige nada de esto. Habrá que ver si, como dice Trump, eso no implica costos. Quizá sean pérdidas más gravosas que las económicas.

Los más jóvenes están impregnados, además, de la cultura del “me gusta; no me gusta”, que omite los grises. No admite el “me gusta, pero…”. Liquida el juicio con excesiva simplificación. Pone en el centro el gusto, la percepción y la opinión individuales. Hace poco lugar a la comprensión, como si importara más calificar que entender. Puede resultar eficaz para navegar por las redes, pero si trasladamos esta cultura a la política, a la academia, a la ciencia (por citar algunos campos al azar), será inconducente y peligrosa. ¿Cómo se llevará la generación Facebook con las ideas y los procesos complejos?

Antes de las redes, no todo fue mejor. Hubo una generación que recitaba de memoria a Neruda y a Benedetti; que en lugar de YouTube, se apasionaba con Saura, Bergman y Buñuel en los cine clubes universitarios y que, sin redes ni pantallas, se enamoró de la literatura “comprometida”. No fue la generación de Twitter, sino de las asambleas, que supo derrapar después entre fanatismos, sectarismos y otros “ismos”. No sabemos cómo será el futuro. Pero vale la pena pensar en él y examinar, antes de que sea demasiado tarde, algunos síntomas inquietantes de la “hiperconexión” y la cultura digital. Deberíamos prestar más atención al mensaje que, a través de la educación de sus hijos, nos dan los gurúes de Silicon Valley. Las pantallas son geniales, pero no es bueno que reemplacen el diálogo con los maestros, el encuentro con los amigos, las exigencias de dar la cara y el primer beso en la adolescencia. Quizá todavía estemos a tiempo de evitar que las pantallas le coman la cabeza a la nueva generación.

 

 

Fuente: lanación.com.ar

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