NUEVA YORK (apro).- Para cuando el avión de la policía mexicana comenzó a aterrizar en Long Island, Joaquín Guzmán Loera aún no tenía idea de dónde estaba. Horas antes lo habían sacado de una prisión en Ciudad Juárez y después lo habían subido a la aeronave.
Al observar el destello de un aeropuerto por su ventana, Guzmán Loera —encadenado, esposado y vigilado de dos agentes estadunidenses— preguntó ansioso adónde lo llevaban, según una persona que fue informada sobre el trayecto.
Uno de los estadunidenses le respondió: “Bienvenido a New York”.
Fue hace casi dos años que Guzmán, el infame capo de la droga conocido como El Chapo, fue extraditado desde México y trasladado en avión a través de la frontera, lo que puso fin a una de las carreras criminales más célebres del siglo.
Como líder del Cártel de Sinaloa tuvo muchas facetas: el contrabandista que empacaba cocaína hasta en latas de chiles jalapeños; el asesino brutal que, según se dice, organizó una balacera en un club nocturno de Puerto Vallarta, y el héroe folclórico que escapó dos veces de prisión.
Este 12 de noviembre, después de décadas de eludir a las autoridades en su tierra natal, donde fue condenado por homicidio y narcotráfico en 1993, El Chapo confrontará a un tribunal de Estados Unidos.
En el juicio, cuyo inicio está programado en la Corte Federal de Distrito en Brooklyn, el gobierno estadunidense presentará su caso al describir a Guzmán Loera como un directivo clandestino cuyo extenso imperio traficó de manera rutinaria cargamentos con toneladas de heroína, cocaína y mariguana a través de cuatro continentes en una flota siempre cambiante de camiones, aviones, botes de pesca y submarinos.
Con un cúmulo de evidencia que incluye registros contables, fotografías satelitales y cintas de audio grabadas en secreto, los fiscales planean argumentar que, durante sus más de veinte años en el negocio, Guzmán Loera, ahora de 59 años, obtuvo 14,000 millones de dólares en ganancias ilícitas, una fortuna que protegió con pagos a una enorme lista de funcionarios corruptos y a un ejército de mercenarios.
El juicio también será un parteaguas en la historia de la guerra de Estados Unidos contra las drogas y de su relación tensa con México. Los líderes de los cárteles mexicanos tienen muchísimos recursos para sobornar y aterrorizar a los policías locales (el mismo Guzmán Loera logró escapar de dos prisiones de alta seguridad en México por medio, en parte, de sobornos). Su extradición después de su arresto en 2016 fue una lucha que tomó casi un año de apelaciones muy disputadas.
Sin embargo, el procedimiento judicial en Nueva York, que los fiscales estiman podría durar cuatro meses, será más que una simple batalla legal: servirá, en cierto sentido, como un escenario en el que se relatará la épica historia de la vida del Chapo.
Se espera que aparezca un gran elenco conformado por rivales, aliados y subordinados, además de expertos en cárteles y oficiales de la policía, para compartir lo que saben sobre su ascenso operativo: de ser un campesino adolescente que entró al mundo criminal cultivando mariguana en la zona rural de Sinaloa hasta convertirse en la principal figura del narcotráfico internacional y a quien la revista Forbes alguna vez mencionó en su lista anual de multimillonarios.
Los cargos en su contra
El alcance del negocio de Guzmán Loera es tal que mucho antes de su extradición ya había sido acusado en seis distritos judiciales federales diferentes de Estados Unidos, entre ellos San Diego, Miami, Chicago y El Paso. El juicio fue planeado en Brooklyn por órdenes de Loretta Lynch, la exfiscala general de Estados Unidos que alguna vez fungió también como la principal procuradora federal de esa zona de Nueva York.
El procesamiento contra El Chapo en Brooklyn, presentado en 2009, surgió por una serie de asesinatos a sueldo en Nueva York a principios de la década de 1990, de acuerdo con tres agentes y exagentes de policía. Mientras los agentes federales investigaban los asesinatos, hallaron vínculos entre estos y un traficante colombiano del Cártel del Norte del Valle: Juan Carlos Ramírez Abadía, conocido como Chupeta.
Ramírez Abadía, pese a que había alterado su rostro con una cirugía plástica, fue arrestado en Brasil en 2007 y fue enviado a Brooklyn; su caso fue liderado por algunos de los mismos procuradores que ahora enjuician a Guzmán.
Ramírez Abadía se convirtió más tarde en informante del gobierno y ayudó a las autoridades a enjuiciar a Alfredo Beltrán Leyva, uno de los aliados más cercanos de Guzmán Loera. Puede que Ramírez Abadía también comparezca como testigo en el juicio contra el Chapo.
En efecto, como parte del planteamiento de su caso, se espera que los fiscales presenten una historia breve del narcotráfico en América Latina y muestren cómo Guzmán Loera trabajó de la mano con cárteles colombianos a lo largo de la década de 1990. Estos, a decir de los procuradores, abandonaron sus rutas de distribución en Estados Unidos a medida que el país aprobaba nuevas leyes de extradición, que dejaban a los traficantes colombianos en riesgo de ser procesados ahí.
Los procuradores indican que Guzmán Loera aprovechó estos vacíos y creó sus propias rutas en lugares como Nueva York, Nueva Jersey, Illinois y Texas, mientras se expandía a India y China. Con ganancias que llegaban a “niveles exorbitantes”, según los documentos judiciales, se convirtió en un capo contundente del crimen, dispuesto a proteger su territorio con torturas y masacres despiadadas.
Sin embargo, también se hizo de una imagen a modo del Robin Hood moderno, un bandido mítico alabado en narcocorridos y conocido por llevar consigo una pistola con diamantes incrustados y una AK-47 chapada en oro.
Además se volvió conocido, quizá de manera más célebre, por fugarse y escapar de prisión. De acuerdo con algunos recuentos, en 2001, El Chapo escapó del penal federal de Puente Grande, oculto en un carrito de lavandería, con la ayuda del director de esa prisión. Más de una década después, tras su recaptura, escapó de la prisión del Altiplano; esta vez, en una motocicleta que sus colaboradores le dejaron en un túnel de un kilómetro de longitud que habían cavado hasta la regadera de su celda.
Después de una de las persecuciones más extensas jamás realizadas por el gobierno mexicano, Guzmán Loera fue capturado de nuevo en enero de 2016, después de un largo y sucio recorrido por las alcantarillas en la ciudad sinaloense de Los Mochis. Hacía poco había evadido varias redadas más por parte de las autoridades mexicanas, incluyendo una ocasión en la que casi lo atrapan después de que lo entrevistó el actor estadunidense Sean Penn.
Medidas extraordinarias
Fue por sus talentos al estilo Houdini que las autoridades neoyorquinas pusieron de inmediato a Guzmán Loera en 10 South, el ala de máxima seguridad de la cárcel federal de Manhattan. Pasó más de veinte meses incomunicado y encerrado en una celda durante veintitrés horas al día. Sin embargo, se han hecho otros arreglos alternativos —y secretos— para el juicio, en gran medida debido al suplicio de tener que escoltarlo a lo largo del río Este hasta el juzgado y la pesadilla neoyorquina de tránsito que eso conllevaría al cerrar el puente de Brooklyn dos veces al día.
La seguridad ha sido igual de estricta en el juzgado. El edificio en Brooklyn Heights es recorrido de manera regular por perros entrenados para buscar bombas y patrullado por un equipo especial fuertemente armado de agentes estadounidenses, oficiales locales del tribunal y un equipo táctico de la Unidad de Servicios de Emergencias del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York. El jurado —cinco hombres y siete mujeres— es anónimo y todos los días habrá guardias que los lleven en auto al juicio, de ida y de regreso.
La fiscalía ha tomado medidas extremas para resguardar a los testigos que están programados para testificar y se ha rehusado a revelar sus nombres antes del juicio; los mantiene bajo protección las veinticuatro horas del día.
Los documentos públicos contienen algunas pistas sobre quién podría subir al estrado. Entre los posibles testigos se encuentran Ramírez Abadía; Vicente Zambada Niebla, hijo del antiguo apoderado de Guzmán Loera; Pedro y Margarito Flores, hermanos gemelos provenientes de Chicago que fungieron como sus distribuidores estadunidenses, y Dámaso López Núñez, el jefe de seguridad de Puente Grande que lo ayudó a escapar en 2001 y se sumó al Cártel de Sinaloa.
Atacar a estos renegados probablemente será una parte central de la defensa, que estará a cargo de tres abogados experimentados. El abogado principal Eduardo Balarezo es un especialista en cárteles que alguna vez representó a Beltrán Leyva. A Balarezo lo acompañarán Jeffrey Lichtman, quien quizá es más conocido por haber evitado que el mafioso John Gotti terminara en prisión. El último integrante del equipo es William Purpura, quien alguna vez trabajó para Richard Anthony Wilford, capo de la droga de Baltimore.
Casi desde el inicio, el equipo legal se ha quejado de que las condiciones de aislamiento de Guzmán Loera y la enorme cantidad de evidencia proporcionada por el gobierno a través del proceso de indagatoria lo han despojado de su derecho a un juicio justo. Tan solo en las últimas semanas, los fiscales le han entregado a la defensa 14,000 nuevas páginas de documentos, muchas de ellas en español. Se dice que los documentos proporcionan detalles sobre algunos de los 33 asesinatos de los que se acusa a Guzmán.
“En su experiencia en conjunto los abogados defensores jamás habían presenciado algo así”, escribieron los defensores hace poco. Más de una vez, han descrito el proceso como “un juicio de emboscada”.
No obstante, aunque los abogados se han quejado, Guzmán Loera apenas ha dicho una palabra en las audiencias previas al juicio. En el tribunal por lo general se ha mostrado relajado, con la mirada vacía y callado, casi como si estuviera medicado, características que parecen oponerse a su reputación despiadada.
Dio su única declaración pública en marzo cuando le escribió una carta al juez Brian Cogan que inició con la frase magistral: “Señor juez, yo, Joaquín Guzmán Loera, quiero exponerle los problemas que tengo con respecto a mi proceso”. Guzmán le contó al juez que no había visto a su esposa —la exreina de belleza Emma Coronel Aispuro— en más de un año. También señaló que extrañaba a sus hijas gemelas, que tenían 6 años en ese entonces.
En septiembre, sus hijas, Emali y María Joaquina, celebraron su séptimo cumpleaños con una lujosa fiesta temática de Barbie (había juegos mecánicos, lámparas de oro y un sinfín de globos rosas); las fotos de la celebración se volvieron de inmediato una sensación en las redes sociales.
A principios de noviembre, al parecer por extrañar a su familia, El Chapo hizo que sus abogados presentaran una moción al juez Cogan pidiéndole, como “gesto humanitario”, que le permitieran abrazar a su esposa en el tribunal justo antes de que empiece el juicio.
Aunque el juez Cogan escribió que sentía “empatía”, señaló que un abrazo conyugal, por breve que sea, pondría en riesgo la seguridad del tribunal justo en momentos en que la “motivación de escape” de Guzmán sería “particularmente fuerte”.
Fuente proceso.com.mx