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El fin del empleo

Cómo puede el trabajo ser a la vez un castigo divino y un derecho constitucional? La propia Iglesia católica lleva siglos tratando de explicar que dignifica a la persona, aunque en la catequesis aprendiéramos que ganar el pan con el sudor de la frente fue la consecuencia del pecado de los primeros padres. Quizás por eso escuché en cierta ocasión a Antonio Marzal, un jesuita revolucionario de brillante inteligencia, que en realidad no es un trabajo auténtico aquel que no esclaviza. Estas meditaciones y otras semejantes me vinieron a la mente leyendo el libro de Andrés Oppenheimer sobre el futuro de la robotización y su incidencia en el comportamiento social. En él, Nick Bostrom, director del británico Instituto para el Futuro de la Humanidad, asegura: “La idea de que el trabajo es algo que da sentido a nuestra vida es un concepto relativamente nuevo y puede ser transitorio”, amparando su tesis en que históricamente la gente que no tenía que trabajar para vivir era la de mayor estatus social. Todo ello para concluir que la actual consideración política sobre el trabajo podría revertirse y que un mundo de desempleados llegará a ser incluso maravilloso. Mejor así, porque lo que el libro demuestra, después de una ardua tarea de investigación por parte de su autor a través de varios continentes y tras realizar cientos de entrevistas, es que ese es el mundo que se avecina, en realidad ha llegado ya, y lo ha hecho para quedarse.

Todas las innovaciones tecnológicas han tenido históricamente impactos decisivos en la estructura laboral de las sociedades; la mención de los luditas y su fracaso en la lucha contra el maquinismo es ya algo clásico en el análisis de las ciencias sociales. Oppenheimer demuestra que, aunque es cierto que las tecnologías digitales, la inteligencia artificial y la robotización generan empleos de nuevo perfil, no serán ni de lejos suficientes para reemplazar la destrucción masiva de los antiguos oficios que ha de producirse en muy poco tiempo. Por lo tanto, más vale prepararse para lo que viene, y el optimismo de Bostrom, todavía no respaldado por la realidad, puede ser una guía orientativa de cómo contemplar el futuro. ¡Sálvese quien pueda! es un catálogo no exhaustivo de las profesiones de todo tipo que los robots han empezado a desempeñar en nuestra vida diaria y prometen inundarla con su trajín en una o dos décadas.

Casi ninguna de las actividades conocidas y desde luego muy pocas de las que suponen un servicio al público va a evadir esta catástrofe que aspiramos a convertir en oportunidad. Periodistas, camareros, abogados, banqueros, médicos, enfermeras, policías, analistas financieros, maestros, agentes de seguros, espías, zapateros, cantantes, camioneros, taxistas y un largo etcétera que sería ahora tedioso enumerar van a verse arrojados al paro, sustituidos con eficacia y considerable ahorro por las capacidades de los robots. Antropomórficos unos, los más con perfiles de las actuales pantallas de cristal líquido, llevarán a cabo su desempeño en tiempo y forma más eficientes que de lo que son capaces los humanos.

Los robots (el más común de los que ya usamos es el teléfono listo que todos llevamos en el bolsillo) no fuman, no se emborrachan, no enferman, no discuten con su pareja, no se cansan, no se sindican, no cobran, no hacen huelgas, no protestan y, según se dice, cometen muchos menos errores que las personas. Las máquinas son ya más listas que quienes las manejan y han comenzado a tomar decisiones, aprenden de su propio ejercicio y en cierta medida se puede asegurar que también piensan, incluso con inteligencia emocional.

Nos encontramos quizás atravesando el mismísimo umbral del mundo feliz que Hux­ley anunciara, aunque él mismo no pudiera ni siquiera imaginar los perfiles universales y abrumadores que enseñorean la sociedad digital. Este tema, junto con la inmigración, es probablemente el más crucial para el devenir de las democracias y para las políticas de los Estados de bienestar. A pesar de ello no le dedicaron ni un segundo los cuatro aspirantes a presidentes del Gobierno de España en las casi cuatro horas de debate televisado que protagonizaron esta misma semana. Basta para calificar la calidad de su liderazgo y la comprensión que tienen del mundo en que vivimos.

La obra de Oppenheimer no es un libro de tesis, ni siquiera un ensayo, sino un extenso reportaje, narrado con maestría y pasión, sobre lo que él mismo ha experimentado a través de sus viajes y conversaciones con algunos de los creadores de este nuevo mundo. Su lectura es muy de recomendar, aunque después se llegue a la conclusión de que incluso esta crítica podría haberse hecho con más rapidez, ingenio y fuerza expresiva si el director de Babelia se la hubiera encomendado a una máquina. No contendría errores, exhibiría un estilo depurado y transmitiría más información y de manera menos sesgada.

Como estoy convencido de ello, mi única reflexión añadida es que, exista o no el derecho al trabajo, las personas tenemos que garantizarnos desde luego el derecho a equivocarnos. Errar es una condición excelsa de la condición humana, y no puede haber redención sin el pecado. Hay que agradecer en definitiva a nuestro autor que no cediera a la tentación de encomendar su obra a un algoritmo que quizás no estaría programado para escribir el desenlace con que se cierra el relato: espiritismo y magia, espiritualidad y religión, se resisten a las leyes de la técnica. Por eso los únicos que no van a perder su empleo en todo este lío son los sacerdotes, imames, rabinos y otros gurúes de variado género que querrán ayudarnos a encontrar un sentido a la vida invocando o inventando sabidurías milenarias.

Fuente: El Pais.com